sábado, 26 de noviembre de 2005

Manuel López Farfán: del romanticismo cordobés a la acuñación de un nuevo estilo

Por Mateo Olaya Marín
Administrador de www.patrimoniomusical.com

La figura de Manuel López Farfán es una de las más inmortales de nuestra música procesional. No tan universal como puede serlo Cebrián —raro es el rincón de España donde no suena alguna de sus marchas en Semana Santa— pero lo cierto es que sus inusuales formas sobrevolaron el tipismo adquirido por las bandas de la época, para trasladar la música de la Semana Mayor a un idioma totalmente diferente. Lejos de dar a entender que Farfán supuso la ruptura con el pasado, se dedicó a popularizar y redefinir lo que había nacido ya como marcha fúnebre.

La trayectoria tanto del Maestro Farfán, como de la saga de los Font, en la marcha procesional, puede acotarse desde los inicios del género hasta los cuarenta primeros años del siglo XX. Es el arco temporal necesario donde la marcha de procesión nace, madura y, además, experimenta una variante estética que con el paso de los años sería paradigmática. Nos estamos refiriendo a la aparición de la marcha procesional de carácter alegre, con cornetas y estructuralmente modélica. Cuestión ésta que será ampliamente abordada por los magníficos conferenciantes que los almerienses tienen la suerte de disfrutar.

Retrotraigámonos en el tiempo y vayamos al comienzo. Por caprichos del destino Farfán se traslada a Córdoba con su Banda del Batallón de Cazadores de Cataluña. Córdoba y su Semana Santa que, como todas, se contagia de la sociedad donde se desenvuelve, adoptando a su expresión religiosa aspectos seculares de lo que la rodea.

Era la última década del siglo decimonónico y Córdoba hacía las funciones de epicentro de los regimientos militares, desde donde partían para acudir a diversas contiendas bélicas allende los mares. Presumiblemente, si atendemos al contexto temporal, deberíamos escribir ahora, y siempre, que España, por consiguiente una ciudad como Córdoba, había vivido en sus carnes un movimiento musical importante y con peso, profundamente arraigado en los postulados del romanticismo, cuyas puertas simbólicamente las abrió Beethoven y su Tercera Sinfonía.

No fue así. La música española del XIX apenas aportó algo interesante al océano inmenso europeo, y se dedicó, básicamente, a ser importadora que a exportar lo propio o crear en su seno un acervo de dimensiones considerables. A pesar de todo, la sombra del romanticismo era vasta para obviarla y fueron muchos los rasgos que contagió: uno de ellos, sin ir más lejos, el de “marcha fúnebre”, que expresaba (ya fuese a orquesta o banda) circunstancias muy propias de la época decimonónica.

El Maestro Farfán se encontró en Córdoba una Semana Santa que apenas sobrevivía, solamente caracterizada por una procesión como núcleo central, la oficial del Santo Entierro, y esporádicamente otros desfiles de poca solidez y continuismo. A esta procesión oficial del Viernes Santo, y cuando se requería a cualquiera organizada el día anterior, acudía la Banda Municipal, casi siempre acompañada de alguna banda militar, como fue en varias ocasiones la que tenía en sus filas a un joven Farfán.

Allí era un denominador común las marchas fúnebres de Eduardo Lucena, el “último romántico” en Córdoba, y de otros músicos, sin menoscabo de las consabidas adaptaciones de obras clásicas y marchas italianas. Porque aquí tenemos otra prueba fehaciente más de que esa práctica tan común en aquella época, como era la de protagonizar los espacios escénicos las óperas, si eran italianas mejor, tenía su traducción en el ambiente cofrade. Solamente así podemos comprender que el reparto de las bandas en Semana Santa contenía vetas italianas. Corriente, ésta, a la que es justo sumar el influjo que la música wagneriana tenía en este marco espacio-temporal. Y es que la música de Richard Wagner entró con mucha fuerza en los músicos, las formaciones musicales, como bandas y orquestas, de forma que el debate llegó a polarizarse entre wagnerianos y anti-wagnerianos.

¿De qué lado estaba Farfán? Probablemente fuese wagneriano, porque de lo contrario nos resultaría incomprensible que él mismo hiciera una adaptación a banda de la Marcha Fúnebre de Sigfrido, de la ópera de Wagner El Ocaso de los Dioses. Mientras que por otra parte, también se nos antoja que era Farfán un alumno aventajado de la Córdoba musical de finales del XIX, la Córdoba de entre siglos con la herencia romántica de Eduardo Lucena y el testigo de los magisterios de Cipriano Martínez Rücker y Juan Antonio Gómez Navarro. Ambos, con sus respectivas marchas fúnebres, nos desvelan que Manuel López Farfán escribiese sus primeras marchas fúnebres con ese sabor tan románticamente cordobés, ya que la estética “rückeriana” de Esperanza (1899) y el motivo inspirador de En mi Amargura (1896) nos hablan con un acento cordobés difícil de disimular.

Tras muchos años —siglo XX— el periplo de este insigne músico militar desembocó en la dirección de la mítica Banda Soria 9, con la que sembró un fértil sustrato en el que, a partir de ahí, la marcha procesional derivaría por un cauce muy recurrido. Se puede decir que con algunas de sus marchas, como La Estrella Sublime, su autor nos presenta ese giro en la evolución del estilo, buscando la extroversión de los sentimientos y el efectismo. Podríamos incluso aducir a tintes del nacionalismo musical, sin ánimo de caer en el error, pues éste era un movimiento que perseguía enaltecer y reafirmar las esencias propias de la tierra, y sin duda Farfán lo consigue con marchas como Pasan los Campanilleros, La Estrella Sublime o La Esperanza de Triana.

Cabe hacer la siguiente reflexión: una esencia del pueblo andaluz es adornar un hecho pasionista y lúgubre, como es la Semana Santa, con formas y estéticas que transportan a sentimientos contrarios al motivo religioso que se celebra; el martirio de Jesús se escenifica con tronos profusamente enjoyados y tallados, revestido de preciados materiales y envuelto en primorosos bordados evocando situaciones de claridad, luz, gozo o riqueza ajena a la tristeza propia de la muerte. En todo esto subyace el carácter popular de la Semana Mayor y nuestro protagonista, Manuel López Farfán, supo captarlo a la perfección para “popularizar” el género con un tipo de marcha que hoy, más que nunca, tiene vigencia.

Cuidado: popularizó la marcha procesional, no la vulgarizó.