sábado, 20 de septiembre de 2008

La sombra del Señor, que es alargada

Fotografía: Jorge Ponce

A Blas y a Javi

La sombra del Señor es alargada. Lo saben los que le tienen esa fe ciega, esa entrega, ese darse a sus manos atadas, ese beso a su zurda zancada. Los que se arriman a sus plantas; tanto los que se acercan como los que se le acercan. Y ellos, que le visten, que tienen ese diálogo de pliegues de lanilla, de terciopelo, con Él, entienden que su sombra es alargada e inunda de la profundidad de su mirada la luz que le rodea. No podemos hablar de milagros porque eso sería tanto como afirmar que se olvidó de otros y a todos los tiene, los tuvo y nos tendrá muy presentes pero sí que su sombra es alargada. Tanto como el terrible peso de sus párpados.

Esta mañana, cuando se desperezaban las piedras blancas de los alcorques de la plaza de la Catedral, latía la gratitud de Blas como la sístole de toda su vida y regresaba el favor como su diástole. Blas va a verle por las mañanas, temprano, cuando empieza a hacer fresco en la calle, y en la capilla encuentra un calor tibio que no sabe si es obra y gracia de la fábrica o de quien la mora pero que reconforta por igual. Blas encuentra en la caricia de sus pies placidez de sábanas calientes, luz cálida, puerto seguro. Por eso, cuando iba hoy a rezarle temprano, llevaba en la cara toda nuestra Semana Santa contenida. La esperanza en sus ojos, el amago de amargura aún en la comisura de los labios, las manos atadas impotentes de quien nada más puede hacer y la paz enorme de saberse cerca de Él. Por eso hemos percibido que la sombra del Señor es alargada. Hoy hemos percibido lo que parecían algunos centímetros de lo que no es sino su inmenso avance. Inexorable. Blas se aferra a lo que nos queda, esperando que esa sombra llegue, alcance. Y sabe Dios qué promesas hará un hombre asomado a un abismo tan terrible. Para ellos se queda lo que se habrán dicho estos días.

Él, que viste al Señor, hace años que le enseñó el "oficio" a su hijo y ahora espera tener con quien repetir las lecciones y enseñarle los secretos íntimos de la anatomía oculta del mismísimo Hijo de Dios a una nueva ramificación de ese árbol de vida que es la familia. Son tantos los sueños de Blas que cuando cierra los ojos se diluyen ya las manos cuando se posan sobre el torso desnudo del Cautivo. Porque Blas se ha pasado nueve meses soñando que serían tres los pares de manos que podrían acariciar la ropa del Señor y el despertador le cuenta historias que no quiere escuchar; que todo pudo haberse quedado en el impreciso mundo de los sueños. Pero Blas y Javi están despiertos. Blas lo sabe porque cada mañana, cuando afuera refresca, se acerca a verle. Hoy lo hacía con la esperanza dibujada. Aunque sabe, y eso le asusta, que la próxima vez que él y su hijo vuelvan a vestir al Señor, no podrán volver a verlo con los mismos ojos.; vidriosos entonces, sólo queda rezar por que sean de felicidad las lágrimas que aún hoy son de angustia.